martes, 28 de junio de 2011

# 2: Uno de esos días.

Parecías ausente esa tarde, mientras mirabas fijamente al vacío, como si buscaras en él todas las respuestas que te faltaban. Yo te miraba desde mi café, pensando qué palabra era la indicada, qué decir para traerte de nuevo conmigo, pero ninguna palabra era lo suficientemente buena para decirla en ese momento, así que sólo te miraba, a la espera de que dijeras algo que me permitiera desenmarañar todo lo que flotaba a nuestro alrededor, cualquier cosa que permitiera aclarar las tinieblas. Pero vos callabas y seguías mirando la nada con un gesto serio.
            Mientras te miraba, noté cómo mi concentración hacía que los ruidos de nuestro alrededor fueran acallándose lentamente, hasta que sólo quedaba el sonido lento y pausado de nuestras respiraciones. Noté el movimiento pesado de aire por mis pulmones con la misma intensidad que el fluir de oxígeno por los tuyos. Era una sensación calmada, como de paz interior. Mientras me acunaba con las respiraciones, creí oir un ruido. Acerqué la oreja, y lo oí de nuevo: era como un mantra que se repetía una y otra vez, y salía de tu pecho. Tras un primer momento de confusión, se hizo claro: era tu voz, que una y otra vez repetía distintas experiencias que te habían marcado a lo largo de los años. Me acerqué a vos para oir mejor, y escuché con atención. De tu pecho salían millones de preguntas y miedos hacia fuera, donde se mezclaban con el viento y desaparecían entre el murmullo del lugar. Eran confesiones tristes, interrogantes hirientes que mostraban inseguridades y miedos. Entendí entonces que hay sensaciones que no se pueden expresar con palabras, y consuelos que no pueden decirse; supe que si prestaba la suficiente atención el mundo se mostraba tal y como es, con sus virtudes y maldades, sin ningún disfraz ni careta, sin malas intenciones ni buenos propósitos. Te miré fijamente, y vi en tus ojos lo mismo que estaba pensando. Estábamos conectados a un nivel nuevo para mí, pero conocido para vos: ya no éramos más dos extraños, sino que nos convertimos en libros abiertos el uno para el otro. Supe que el silencio podía ser un poderoso aliado cuando el mundo es oscuro, y supe que vos estabas en ese silencio.
            No podía apartar la mirada de vos, y vos me aguantabas el envite sabiendo que había encontrado el secreto que tanto guardabas a la espera de que alguien lo encontrara. Tus ojos ardían en llamas de los millones de pensamientos, y con letras de fuego tu piel me enseñó que no estábamos solos, que siempre nos encontraríamos a tientas por el silencio. Me sonreí, y vi que vos también. Y es que hay días en que el mejor consuelo es no decir nada, y dejar que nuestros silencios se entiendan.

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