martes, 5 de julio de 2011

# 4 : Fiebre, luces y ecos.

            Dijo que podía recordar los momentos más bonitos aquella noche. Que bajo ese cielo las estrellas no le guardaban secretos, que ya había vivido y vencido a la fiebre del saber. Dijo que aquella noche no había nadie más que ella y que yo, y le creí. Después de todo, ¿cómo no creerle cuando toda ella me incitaba a creer?
            La terraza estaba alta, tanto que la ciudad abajo sólo eran pequeñas luces que se movían al azar mientras el eco de sus motores y quejidos apenas se atrevía a subir más allá de ciertas alturas. El viento acallaba mis pensamientos, y me empujaba a desconectar. Ella hablaba y hablaba, y mi mente dibujaba con fuego todas sus palabras, como si fuesen pequeños mantras que traían verdades al mundo. Hablaba de cómo el mundo está podrido, de que la gente no merece confianza, de que la vida sólo tenía sufrimiento para el hombre. Hablaba con aplomo, mientras se asomaba al vacío y suspendía la copa sobre el mundo reducido a luces y ecos. Hablaba con pasión, y yo le creía. Tras temporadas sin hablar, su voz fluía con esa tranquilidad que sólo dan miles de horas muertas pensando qué decir. La manera en que decía lo que pensaba era hipnotizante, como si una mano desconocida dibujara los contornos del mundo a mano alzada y con los ojos cerrados. Y yo ahí.
            Dijo, dije, dijiste, y la noche pasaba alrededor de aquella terraza, pero no en nosotros. Le puse otra copa y se la llevé fuera, pero no estaba asomada. Se había subido al borde de la terraza, y caminaba descalza con los brazos abiertos y los ojos cerrados. El vestido se le inflaba con la brisa, y la música de fondo acallaba todo lo demás. Estaba completamente concentrada, y sus pasos eran seguros y continuos.
           
            Tras un momento caminando, paró, se volvió y se bajó de la saliente. Me miró con lágrimas en los ojos, y dijo algo que nunca olvidaré:

            “¿Sabes, J? La gente da asco. Da asco la manera en que su egoísmo domina todas sus acciones, la superficialidad manda sobre todos sus campos. La gente está ciega a lo que de verdad importa, viven obsesionados por ellos mismos. La empatía es un bien escaso. Y yo lo siento por ellos. Siento que su error condene a millones de almas que sólo quieren un poco de felicidad genuina en sus vidas, siento que el error se propague mucho más rápido que el acierto. Lo siento mucho, tanto que ya he decidido dejar que cada ser cargue con su propio peso. He aceptado que la humanidad está enferma, y que el mundo no es la fantasía feliz que nos prometían en el colegio. He aceptado todo eso y más, y he decidido que la vida no es un campo de rosas. Pero no quiero irme de ella, J. Quiero quedarme, por eso he decidido seguir adelante, aguantar con estoicismo los golpes del futuro mientras intento curarme a lametones las heridas del pasado. No sé qué pasará, pero estoy convencida de mi decisión. Puede que la gente no valga la pena, pero yo sé que algo habrá que lo haga, y lo voy a encontrar.”

***

            La mañana asomaba por la lejanía, y los primeros rayos del sol iluminaron su cara, tumbada bajo mi chaqueta en el sofá. Mientras me disponía a salir, con sigilo me acerqué y besé su frente. Cuando aparté la cara para irme, escuché su voz:

            “No te vayas, J. No después de que te haya contado mis intenciones futuras. Hoy quédate aquí conmigo, que todavía hay mucho que quiero decirte, pero ahora túmbate conmigo y duerme, que aún nos queda vida para hablar.”

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